25 enero 2006

Colchones y Negritas

Mi mamá tiene una necesidad constante e insatisfecha de generar cambios en su casa. Siempre está comprando algún mueble nuevo, tirando una pared abajo, cambiando un empapelado, reemplazando una puerta o colgando y descolgando cortinas. Acababa de rehacer el baño y de reconstruir los techos, así que se le ocurrió que era hora de cambiar los colchones de las camas que mis hermanos hace años ya no usan por la simple razón de que hace años ya no viven allí. Pues bien, allá fuimos. La elección, la espera (los colchones tardan mucho en llegar a esas pampas), los términos de la operación y finalmente la compra nos demandó cinco (¡!) visitas a uno de los negocios de electrodomésticos y artículos varios más grandes del pueblo.
En contra de todos los pronósticos, nunca me exasperó el exagerado número de viajes a ese local. ¿El secreto?. Uno de los vendedores. Se trataba de un señor todavía joven sin ninguna característica especial excepto una; para dirigirse a las clientas no utilizaba el socialmente aceptado "señora", "señorita" o "doña", sino un íntimo "Negri" o "Negrita".
Debo decir que la primera vez que me llamó así miré alrededor con cara de yo no fui, porque creí que este señor me confundía con alguna amiga cercana, algo bastante improbable por cierto. En cuanto me di cuenta que se dirigía así a todas, me relajé y empecé a disfrutarlo. Porque, y esto es lo más importante, su tono era tan suave, cariñoso, cálido, dulce, que realmente parecía que eras la "Negrita" que había estado esperando toda la tarde, entre lavarropas, licuadoras y celulares última generación.
Cuando la compra de colchones se concretó, volví un par de veces a preguntar el precio de una heladera y las medidas de un gazebo que había en vidriera. Quería traerme conmigo toda la dosis de "Negris" y "Negritas" del año, que seguro me van a hacer falta. Dicho así, como si me quisieran.

Cajones

En la casa de mi mamá hay cajones que se cerraron hace quince años y nunca más vieron la luz. Cajones que se amontonan uno sobre otro en desbordados placares, roperos, cómodas, modulares y estructuras almacenadoras de porquerías de todo tipo, calidad y color. En estos años, alguna vez alguien ha intentado abrirlos. Pero su abarrotamiento siempre pudo más que el misterio que encierran, y luego de uno o dos débiles intentos, siguieron impenetrados.
Este verano venía lluvioso, mi ánimo templado y las tardes largas aún después de extensas siestas, así que decidí acometerlos. No quedaba en ellos ningún misterio, apenas recuerdos. Las viejas castañuelas desechadas cuando mi tía me trajo unas "verdaderas" de España, una foto de papá descorchando una botella de champán, una sunga azul comprada en Brasil y que ninguno de mis hermanos se atrevió a usar, souvenirs de bautismos, casamientos y fiestas de quince fechados antes de 1985, recortes de telas, partituras, algún mapa con división política América del sur sin usar, una revista de Mafalda, la que faltaba en la colección.
Y mi gran vestido de egresada. Todo de lamé. Strapless. Divino. Con asistencia externa y una tenacidad poca veces vista en mí, logré encajar mi cuerpo en él. Me costó una contractura y creo que me quedó alguna secuela cerebral menor por haber dejado de respirar tan largo rato. Pero lo logré. Los diecisiete, de repente, quedaron tan cerca. Y tan lejos. También encontré una cajita con viejas (viejísimas) cartas de amores adolescentes. No la abrí. Para entonces ya me sentía demasiado vieja.

18 enero 2006

Ese lugar

Casi me había olvidado que hay lugares donde:
* las tormentas tienen un olor aterrador y los eucaliptus, embriagante
* se puede ver salir la luna llena desde el horizonte
* hay que esquivar los sapos, durante la noche, en el patio
* se puede ir al almacén a comprar cerveza y queso y... anotarlo
* al atardecer reina el escándalo atronador de las chicharras
* las familias comparten su intimidad y cenan con las puertas abiertas
* los perros duermen la siesta, a la sombra, en el medio de la calle
* al mediodía, tras la sirena de los bomberos, se termina el mundo y no hay dios que encuentre un negocio abierto
* hasta las cuatro de la tarde es de muy mala educación tocar el timbre de una casa
* los Reyes Magos pasan por la plaza y besan a todos (todos!) los chicos
* no hace falta anunciarse antes de visitar a un amigo
* si te parás descalzo en el pasto, seguro seguro, te agarran las hormigas. Y pican, ay.
Por suerte no me olvidé. O mejor, por suerte volví para no olvidarlo.

04 enero 2006

Mi pueblo, un año después

Exactamente un año después, llego a la cena de fin de año y encuentro todo igual. No, igual no. La muerte cavó agujeros negros en la mesa y la vida puso críos que no puedo identificar ni asociar correctamente a sus padres, mis primos. Prefiero refugiar mi mente en el pasado, en los recuerdos, en los fantasmas, a intentar en vano recordar el nombre de esos niños ruidosos que no volveré a ver hasta dentro de otro año. Envejezco, creo.