25 enero 2006

Cajones

En la casa de mi mamá hay cajones que se cerraron hace quince años y nunca más vieron la luz. Cajones que se amontonan uno sobre otro en desbordados placares, roperos, cómodas, modulares y estructuras almacenadoras de porquerías de todo tipo, calidad y color. En estos años, alguna vez alguien ha intentado abrirlos. Pero su abarrotamiento siempre pudo más que el misterio que encierran, y luego de uno o dos débiles intentos, siguieron impenetrados.
Este verano venía lluvioso, mi ánimo templado y las tardes largas aún después de extensas siestas, así que decidí acometerlos. No quedaba en ellos ningún misterio, apenas recuerdos. Las viejas castañuelas desechadas cuando mi tía me trajo unas "verdaderas" de España, una foto de papá descorchando una botella de champán, una sunga azul comprada en Brasil y que ninguno de mis hermanos se atrevió a usar, souvenirs de bautismos, casamientos y fiestas de quince fechados antes de 1985, recortes de telas, partituras, algún mapa con división política América del sur sin usar, una revista de Mafalda, la que faltaba en la colección.
Y mi gran vestido de egresada. Todo de lamé. Strapless. Divino. Con asistencia externa y una tenacidad poca veces vista en mí, logré encajar mi cuerpo en él. Me costó una contractura y creo que me quedó alguna secuela cerebral menor por haber dejado de respirar tan largo rato. Pero lo logré. Los diecisiete, de repente, quedaron tan cerca. Y tan lejos. También encontré una cajita con viejas (viejísimas) cartas de amores adolescentes. No la abrí. Para entonces ya me sentía demasiado vieja.

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