18 junio 2010

Buenos Aires en suspenso (una mañana Mundial)

7:45
Es jueves 17 de junio de 2010. El termómetro toca apenas los nueve grados. Por debajo de los gruesos abrigos asoman las rayas blancas y celestes de la camiseta argentina. Las manos en los bolsillos, el paso rápido, la gente por las calles parece más apurada que de costumbre.
8:00
En el colegio Mariano Acosta, la bandera se iza rápido y en silencio. “Buenos días, chicos”. “Buenos días, profesor”. “Hoy vamos a ver el partido así que nos tenemos que organizar”. Los pocos pibes que fueron a clase desgarran los broches de sus guardapolvos y exhiben sus camisetas. De las mochilas salen gorros, bocinas, vinchas, cornetas. La pantalla está lista, el clima empieza a calentarse, un maestro lamenta: “Pensé que iban a venir más chicos...”. Se escuchan los primeros cantos y todos van buscando su lugar.
8:15
En las panaderías alrededor de plaza Miserere hay colas de ansiosos que apuran a las vendedoras para pagar las medialunas. El cielo está claro y donde se tocan las avenidas Rivadavia y Pueyrredón, la gente aprieta el paso. Carreritas rápidas para trepar cuanto antes a un colectivo y esfuerzos fieros por montarse al subte A que, a esa hora, está más desbordado que lo usual, si eso fuera posible.
Empieza el partido y muchos dejan de rodar. Mejor encontrar un televisor y estacionarse ahí. En la estación de Once, docenas de hombres se amontonan en las confiterías y los bares al paso. En las boleterías, todos se enfocan en la TV. Buenos Aires entra en suspenso y los rezagados marchan a sus posiciones. En la Recova, una mujer sacude unas mantas mientras el resto de la familia duerme indiferente sobre algunos colchones y cartones. El bebé llora y despierta a su hermanita de tres años. No toda Buenos Aires vibra igual.
Pero suena igual. Es una de esas raras ocasiones en la que los ruidos de todos los días se acallan y de cada negocio, quiosco, bar o puesto de diarios sale el mismo relato, el de un hombre que cuenta un cuento sudafricano con 22 protagonistas y la expectativa de un final feliz.
8:30
El primer gol en contra de los coreanos empuja a un chofer de la línea 146 sobre la bocina. Se suman al coro taxis, autos particulares, motos, gritos de los de a pie. Por las avenidas se circula con ligereza, los bares están medio llenos, pocas personas transitan las veredas baldeadas hace rato y el partido todavía es flojo. Los bosques de Palermo están despoblados. Es una mañana ideal para ejercitarse pero no, hoy los que corren son otros. Los hombres de Maradona. Y desde este lado del océano, la Ciudad los mira. Apenas sobresaltada por las bocinas, una señora que arrastra un carrito de compras frente al Malba gira la cabeza cuando la de Higuaín emboca el segundo en el arco de Corea. Un paseador de perros arrastra unos 15 canes, lleva la mirada perdida, el alma colgada de los auriculares que lo conectan con Johannesburgo.
9:30
Segundo tiempo. El partido se pone más interesante y la ciudad más desértica. Un silencio insólito envuelve las calles. Hasta los colectivos parecen marchar con sordina. En un supermercado a metros del Obelisco, la tribuna armada con cajones de gaseosas alberga cajeras y repositores que se frotan las manos con entusiasmo. El señor de seguridad, imperturbable y ajeno al rito mundial, toma nota en unos cuadernos.
Una chica de pestañas largas y pelo ondulado pregunta por una sucursal del Standard Bank. Ante la mirada extrañada de un grupo que vigila el match en un maxikiosco, explica en una mueca: “Tengo que trabajar...”.
9:55
Van 25 minutos del segundo tiempo y cuatro empleados de un negocio de ropa deportiva en la calle Lavalle, se angustian frente a un televisor blanco y negro (sí, blanco y negro) que uno de ellos rescató del olvido. Una rubia que vive en Morón y hoy viajó más apretada pero más contenta que cualquier otro jueves, grita y vuelan asustadas las palomas que rondan un carrito de café. Es el tercer gol. Antonio, el cafetero, sonríe y le sirve un cortado con una torta frita a un muchacho que derrama, emocionado, medio vaso sobre sus zapatos bien lustrados.
Una solidaridad nueva recorre esta mañana a los porteños que siempre tienen un lugar más frente a la tele para un transeúnte que quiere saber cómo va el partido. “Los dos goles fueron del Pipa”. Toque de Messi, Agüero, Higuaín. Goool. “Los tres fueron del Pipa”, se corrige un veinteañero radiante que agradece que ningún cliente haya entrado hasta ahora en su librería. La mitad de los comercios en los alrededores de Lavalle y Florida están cerrados. Los pocos que salen a las calles se enseñorean en ellas y transitan en un paseíto relajado.
El guardia de seguridad del Banco Patagonia sobre Reconquista, invita. “Pase, pase, está abierto”. Dos cajeras, al fondo, esperan. “Veinte pesos en monedas”, pide una señora de mediana edad.
El Credicoop está igual: despoblado. Y también el resto de los bancos de la city. Último grito colectivo, aplausos, papelitos. Grupos sonrientes empiezan a bajar de las oficinas a fumar el cigarrillo del triunfo.
10:30
De repente, Buenos Aires recupera sus ruidos: la sirena de una ambulancia aúlla, los negocios cambian la voz de Victor Hugo por música ciudadana, los bocinazos ya no son de gol sino los de siempre, los celulares suenan, la excavadora que penetra el asfalto entra en acción, los turistas fotografían la Casa Rosada y los colectivos vuelven a frenar con rabia. Buenos Aires ruge otra vez, aunque suena más alegre. Los porteños vuelven agitados a sus trabajos, trámites, oficinas. Regrresan a sus clientes, sus pacientes y sus alumnos. A sus pesares, triunfos y desafíos. Porque esto, señores, es apenas la primera ronda y todo sueño es posible. Vamos Argentina!