23 julio 2007

Una historia más

Ema era alta, flaca, algo gris y distante. Era profesora de geografía y tenía la espalda un poco encorvada de trajinar pasillos de escuelas, cargada de libros y mapas.
Ema era soltera.
Solterona.
Cuando se jubiló, obtuvo un empleo en el museo del pueblo y allí transcurría su madurez entre maquetas de mapuches y trofeos de la sangrienta conquista del desierto.
Un día de otoño, un viajero uruguayo se demoró en el pueblo por una avería en su auto. El hombre salió a matar el tiempo por los alrededores. Encontró el museo. Y a Ema.
Nadie sabe a ciencia cierta cuál fue el recorrido histórico que ambos hicieron, pero unas semanas después, el viajero volvió y la invitó a tomar un café.
Aquello bastó.
Él ordenó sus cosas al otro lado del río de la Plata, se despidió de sus hijos y amigos viejos, y regresó al pueblo perdido en la pampa seca, a casarse con Ema.
Se dice que eran felices.
Al tiempo Ema enfermó, mientras él estaba de viaje, y murió a las pocas horas.
Él recibió un llamado: Volvé pronto, Ema está enferma.
No necesitó escuchar más.
Sus amigos nuevos se quedaron esperándolo, en vano, en la terminal de ómnibus. El viajero nunca llegó. Se ahorcó en su habitación de hotel, trece minutos después de colgar el teléfono. Los trece minutos que le tomó escribir la última carta. “Ema ...”, comenzaba.