02 febrero 2009

Voces

Lola dio unas cuantas vueltas hasta encontrar el taller que le habían recomendado. El pueblo se parecía poco –nada- al de su adolescencia y era fácil perderse en esas calles extrañas.
Ese verano había cedido a las invitaciones de la vieja tía Irene, la única persona que la unía a esas veredas ajenas y a un tiempo que rara vez recordaba. Así que allí estaba, pasando unos días en la casa familiar.
Bajó del auto y con disgusto sintió la tierra invadiendo sus pies y sus sandalias caras. Un hombre alto, de piel oscura y ropa muy limpia la recibió con una mueca, echó una mirada a las entrañas de su vehículo y en pocas palabras le aseguró que podría acabar con ese ruido incómodo que salía del motor.
La mandó a la oficina a terminar con el trámite, dejar sus datos, acordar el pago y la fecha de entrega del auto. Lola atravesó el taller pulcro y luminoso. Parece un laboratorio, pensó.
En la oficina la recibió el penetrante perfume de los pisos recién encerados y una mujer de mediana edad, excedida de peso y con muchas ganas de conversar. Mientras Lola intentaba no ceder a los intentos descarados de la mujer que quería saber todo de esa extraña de ropa a la moda, el hombre moreno se paró en la puerta y, señalándola, habló a la mujer.
¿Te acordás que una vez te conté de mi primer amor frustrado? Es ella…
Lola dio un respingo, se detuvo en los ojos negros y los recuerdos, a todo galope, invadieron su mente. Javier había sido un amigo casual de adolescencia y un buen compañero de baile hasta que él le declaró su amor. Cosas de chicos, nada importante. Era raro que la reconociera y, sobre todo, que recordara ese episodio que ella había borrado apenas cumplió los 18 años y se fue a buscar una profesión, departamento, gustos, modales y rituales de la gran ciudad.
Él dio la vuelta en silencio y volvió a sus motores. La esposa, en cambio, quedó encantada con la visitante y sintió que tenía licencia para seguir preguntando y contando su propia vida. Rosa Susana –así se llamaba- relató el noviazgo, le mostró las fotos de los cuatro chicos, le contó sobre las esperanzas puestas en la nena mayor… Aturdida, Lola apoyó su tarjeta sobre el escritorio y casi corrió fuera del lugar sin saber cuánto le iba a costar el arreglo del auto o los días que tomaría.
Salió a la calle y el calor le golpeó el pecho. Necesitaba alejarse pronto de esa mujer parlanchina e indiscreta, reina de un taller con pisos brillantes y una vida mediocre, dueña de un hombre de ojos negros que arreglaba motores de autos y cuatro críos que sonreían aburridos para la foto familiar. Necesitaba escapar, inventarse un llamado en el celular, borrar la voz aguda y corriente que seguía sonando en su cabeza. Porque si seguía escuchándola, quizás, iba a empezar a anhelar el mundo insignificante de Rosa Susana…

3 comentarios:

Cuni dijo...

Qué hermoso! Como siempre preciso, mordaz, con ése rico sabor agridulce que siempre le das a tus historias.
Por un momento pensé que se venía un final feliz y casi muero de un infarto. Pero no, por suerte todo está en orden...
A Lola le digo que hay que "resignificar" y a Rosa Susana que adelgace un poquito.

Dolores Olveira dijo...

¡Qué fuerte!

Dolores Olveira dijo...

¡Qué fuerte!