25 enero 2007

Pan

Salgo a comprar el pan. Son las doce menos diez, tengo tiempo para ver las campanadas de la iglesia. En la plaza busco un banco a la sombra de un tilo. Faltan dos minutos para que el día se parta en dos con el tronar del campanario donde, dicen, mora un dios. Espero. Un hombre que alguna vez fue rubio y con cara de viejo pasa caminando lento por la vereda. Lo miro. No lo conozco. Me mira. No me conoce. O sí, porque desanda unos pasos y se para frente a mí.
Hola, soy Juan. Fuimos juntos a la primaria.
Desde la última vez que nos vimos pasaron veinticinco años. ¿Tanto?
Lo miro bien. No tiene cara de viejo; tiene cara de enfermo.
Nos despedimos con la promesa de encontrarnos a cenar el próximo jueves.
Vuelvo despacio a casa. No escuché las campanadas. El calor y el roce con la infancia, los años y la muerte, me aprietan el pecho. Me olvido de las flautitas, pero no intento pasar por la panadería. Religiosamente, todo el pueblo cae en un pesado sopor a partir del mediodía, en punto. El panadero se atreve a romper esa regla no escrita cada día, pero su rebeldía sólo llega hasta las doce y cuarto. Luego, baja la persiana. Y ya es tarde.

4 comentarios:

Caracol dijo...

Me encantó, como siempre.
Aunque me cueste decirte y pensarte como Daniela, jajaja.

solo joe dijo...

por que leerte me recordo una cancion de ruben blades?

Anónimo dijo...

Vieron? Dani es bellísima en todos los sentidos. Y es mi amiga!!. te quiero. Gis

Anónimo dijo...

bien