18 julio 2011

Ravioles

Tiene unos ocho años, la piel oscura y los ojos negros como pozos. Usa una boina de colores, un pullover encima de otro para espantar el frío y en las manos lleva una bandeja muy pequeña con unos pocos ravioles que nadan en una salsa descolorida. Se arrima a una y otra persona que apuran las compras en el supermercado. Una moneda, es lo que pide, para pagar la comida. No la ven. No la escuchan. Se llama Luz Esperanza.

18 junio 2010

Buenos Aires en suspenso (una mañana Mundial)

7:45
Es jueves 17 de junio de 2010. El termómetro toca apenas los nueve grados. Por debajo de los gruesos abrigos asoman las rayas blancas y celestes de la camiseta argentina. Las manos en los bolsillos, el paso rápido, la gente por las calles parece más apurada que de costumbre.
8:00
En el colegio Mariano Acosta, la bandera se iza rápido y en silencio. “Buenos días, chicos”. “Buenos días, profesor”. “Hoy vamos a ver el partido así que nos tenemos que organizar”. Los pocos pibes que fueron a clase desgarran los broches de sus guardapolvos y exhiben sus camisetas. De las mochilas salen gorros, bocinas, vinchas, cornetas. La pantalla está lista, el clima empieza a calentarse, un maestro lamenta: “Pensé que iban a venir más chicos...”. Se escuchan los primeros cantos y todos van buscando su lugar.
8:15
En las panaderías alrededor de plaza Miserere hay colas de ansiosos que apuran a las vendedoras para pagar las medialunas. El cielo está claro y donde se tocan las avenidas Rivadavia y Pueyrredón, la gente aprieta el paso. Carreritas rápidas para trepar cuanto antes a un colectivo y esfuerzos fieros por montarse al subte A que, a esa hora, está más desbordado que lo usual, si eso fuera posible.
Empieza el partido y muchos dejan de rodar. Mejor encontrar un televisor y estacionarse ahí. En la estación de Once, docenas de hombres se amontonan en las confiterías y los bares al paso. En las boleterías, todos se enfocan en la TV. Buenos Aires entra en suspenso y los rezagados marchan a sus posiciones. En la Recova, una mujer sacude unas mantas mientras el resto de la familia duerme indiferente sobre algunos colchones y cartones. El bebé llora y despierta a su hermanita de tres años. No toda Buenos Aires vibra igual.
Pero suena igual. Es una de esas raras ocasiones en la que los ruidos de todos los días se acallan y de cada negocio, quiosco, bar o puesto de diarios sale el mismo relato, el de un hombre que cuenta un cuento sudafricano con 22 protagonistas y la expectativa de un final feliz.
8:30
El primer gol en contra de los coreanos empuja a un chofer de la línea 146 sobre la bocina. Se suman al coro taxis, autos particulares, motos, gritos de los de a pie. Por las avenidas se circula con ligereza, los bares están medio llenos, pocas personas transitan las veredas baldeadas hace rato y el partido todavía es flojo. Los bosques de Palermo están despoblados. Es una mañana ideal para ejercitarse pero no, hoy los que corren son otros. Los hombres de Maradona. Y desde este lado del océano, la Ciudad los mira. Apenas sobresaltada por las bocinas, una señora que arrastra un carrito de compras frente al Malba gira la cabeza cuando la de Higuaín emboca el segundo en el arco de Corea. Un paseador de perros arrastra unos 15 canes, lleva la mirada perdida, el alma colgada de los auriculares que lo conectan con Johannesburgo.
9:30
Segundo tiempo. El partido se pone más interesante y la ciudad más desértica. Un silencio insólito envuelve las calles. Hasta los colectivos parecen marchar con sordina. En un supermercado a metros del Obelisco, la tribuna armada con cajones de gaseosas alberga cajeras y repositores que se frotan las manos con entusiasmo. El señor de seguridad, imperturbable y ajeno al rito mundial, toma nota en unos cuadernos.
Una chica de pestañas largas y pelo ondulado pregunta por una sucursal del Standard Bank. Ante la mirada extrañada de un grupo que vigila el match en un maxikiosco, explica en una mueca: “Tengo que trabajar...”.
9:55
Van 25 minutos del segundo tiempo y cuatro empleados de un negocio de ropa deportiva en la calle Lavalle, se angustian frente a un televisor blanco y negro (sí, blanco y negro) que uno de ellos rescató del olvido. Una rubia que vive en Morón y hoy viajó más apretada pero más contenta que cualquier otro jueves, grita y vuelan asustadas las palomas que rondan un carrito de café. Es el tercer gol. Antonio, el cafetero, sonríe y le sirve un cortado con una torta frita a un muchacho que derrama, emocionado, medio vaso sobre sus zapatos bien lustrados.
Una solidaridad nueva recorre esta mañana a los porteños que siempre tienen un lugar más frente a la tele para un transeúnte que quiere saber cómo va el partido. “Los dos goles fueron del Pipa”. Toque de Messi, Agüero, Higuaín. Goool. “Los tres fueron del Pipa”, se corrige un veinteañero radiante que agradece que ningún cliente haya entrado hasta ahora en su librería. La mitad de los comercios en los alrededores de Lavalle y Florida están cerrados. Los pocos que salen a las calles se enseñorean en ellas y transitan en un paseíto relajado.
El guardia de seguridad del Banco Patagonia sobre Reconquista, invita. “Pase, pase, está abierto”. Dos cajeras, al fondo, esperan. “Veinte pesos en monedas”, pide una señora de mediana edad.
El Credicoop está igual: despoblado. Y también el resto de los bancos de la city. Último grito colectivo, aplausos, papelitos. Grupos sonrientes empiezan a bajar de las oficinas a fumar el cigarrillo del triunfo.
10:30
De repente, Buenos Aires recupera sus ruidos: la sirena de una ambulancia aúlla, los negocios cambian la voz de Victor Hugo por música ciudadana, los bocinazos ya no son de gol sino los de siempre, los celulares suenan, la excavadora que penetra el asfalto entra en acción, los turistas fotografían la Casa Rosada y los colectivos vuelven a frenar con rabia. Buenos Aires ruge otra vez, aunque suena más alegre. Los porteños vuelven agitados a sus trabajos, trámites, oficinas. Regrresan a sus clientes, sus pacientes y sus alumnos. A sus pesares, triunfos y desafíos. Porque esto, señores, es apenas la primera ronda y todo sueño es posible. Vamos Argentina!

23 febrero 2010

Vida

Sara se casó a los 22. Vivió toda la vida con un hombre que, a los 47 años de matrimonio, sufrió un ataque y se quedó ciego, sordo, mudo, ausente…
Cuatro años, tres meses y veinte días estuvo postrado en la cama. Ella le dio de comer, lo lavó, le leyó la sección deportes del diario cada lunes, le sacudió las almohadas varias veces al día, controló a las enfermeras, vigiló su respiración…
Una tarde cualquiera él murió…
Ella, que había estado presa en ese cuarto con olor a muerte tanto tiempo, lo veló, lo enterró en una parcela con césped verde claro, y después se encerró en su casa durante cinco días…
El sexto día salió. Fue al cine.

21 julio 2009

Intemperie

Despertó mucho antes de abrir los ojos. Cada vez le tomaba más tiempo comprender si estaba despierto o seguía dormido. La realidad se había vuelto una pesadilla y el sueño, un refugio incierto.
Estaba todavía oscuro. Sintió el frío clavándosele en el los pies. Era más que eso; una humedad espesa le trepaba por los dedos, los tobillos…
Murmuró una puteada antes de doblar el colchón mojado. Maldita helada lluviosa Buenos Aires.

02 febrero 2009

Voces

Lola dio unas cuantas vueltas hasta encontrar el taller que le habían recomendado. El pueblo se parecía poco –nada- al de su adolescencia y era fácil perderse en esas calles extrañas.
Ese verano había cedido a las invitaciones de la vieja tía Irene, la única persona que la unía a esas veredas ajenas y a un tiempo que rara vez recordaba. Así que allí estaba, pasando unos días en la casa familiar.
Bajó del auto y con disgusto sintió la tierra invadiendo sus pies y sus sandalias caras. Un hombre alto, de piel oscura y ropa muy limpia la recibió con una mueca, echó una mirada a las entrañas de su vehículo y en pocas palabras le aseguró que podría acabar con ese ruido incómodo que salía del motor.
La mandó a la oficina a terminar con el trámite, dejar sus datos, acordar el pago y la fecha de entrega del auto. Lola atravesó el taller pulcro y luminoso. Parece un laboratorio, pensó.
En la oficina la recibió el penetrante perfume de los pisos recién encerados y una mujer de mediana edad, excedida de peso y con muchas ganas de conversar. Mientras Lola intentaba no ceder a los intentos descarados de la mujer que quería saber todo de esa extraña de ropa a la moda, el hombre moreno se paró en la puerta y, señalándola, habló a la mujer.
¿Te acordás que una vez te conté de mi primer amor frustrado? Es ella…
Lola dio un respingo, se detuvo en los ojos negros y los recuerdos, a todo galope, invadieron su mente. Javier había sido un amigo casual de adolescencia y un buen compañero de baile hasta que él le declaró su amor. Cosas de chicos, nada importante. Era raro que la reconociera y, sobre todo, que recordara ese episodio que ella había borrado apenas cumplió los 18 años y se fue a buscar una profesión, departamento, gustos, modales y rituales de la gran ciudad.
Él dio la vuelta en silencio y volvió a sus motores. La esposa, en cambio, quedó encantada con la visitante y sintió que tenía licencia para seguir preguntando y contando su propia vida. Rosa Susana –así se llamaba- relató el noviazgo, le mostró las fotos de los cuatro chicos, le contó sobre las esperanzas puestas en la nena mayor… Aturdida, Lola apoyó su tarjeta sobre el escritorio y casi corrió fuera del lugar sin saber cuánto le iba a costar el arreglo del auto o los días que tomaría.
Salió a la calle y el calor le golpeó el pecho. Necesitaba alejarse pronto de esa mujer parlanchina e indiscreta, reina de un taller con pisos brillantes y una vida mediocre, dueña de un hombre de ojos negros que arreglaba motores de autos y cuatro críos que sonreían aburridos para la foto familiar. Necesitaba escapar, inventarse un llamado en el celular, borrar la voz aguda y corriente que seguía sonando en su cabeza. Porque si seguía escuchándola, quizás, iba a empezar a anhelar el mundo insignificante de Rosa Susana…

25 octubre 2008

Maldita sea

Mujeres perfumadas envueltas en vestidos de gasa. Hombres de saco y corbata, en tonos oscuros. Copas de champagne en las manos. Risas. Charlas de a dos, de a tres, de a cuatro. Miradas que se buscan, se cruzan, se tocan, se alejan. Más champagne.
Y un encuentro.
Un beso un instante más largo de lo correcto, los labios un milímetro más cerca de lo que corresponde. Una mano que le quema en la espalda. Unos ojos que la atraviesan. Un recuerdo viejo que asalta impertinente y voraz: una noche de lluvia, un vestido rojo, una caricia impune sobre la piel empapada…
Afortunadamente la noche se termina, el champagne también. Llega el día, las zapatillas cómodas para hacer las compras, la comida para cuatro, el marido que vuelve cansado, la tarea de los niños, y el jarabe, maldita sea, casi se olvida del jarabe del más chico que no se cura esa tos, porque le fascinan las tormentas y se escapa siempre, el malcriado, a chapotear en el jardín cada vez que llueve.

29 julio 2008

Una escena, dos vidas

Era un verano como tantos. La casa de Mar del Plata le quedaba un poco grande a él y a su mujer, ahora que los chicos preferían otros rumbos lejos de la mirada paterna.
Esa tarde de enero estaba gris y ventosa, así que Pedro se recostó en la cama matrimonial a dormir la siesta. El infarto lo sorprendió soñando con una ruta solitaria. Pero una mano le oprimió el pecho, unos labios le soplaron vida y el viejo corazón volvió a latir. Cuando se despertó ya había tomado la decisión de vivir a fondo el tiempo que le quedara. Buscó a esa mujer rubia y jovencísima que había sido la locura de sus últimos meses, se fueron a vivir juntos y hasta volvió a gozar con un niño recién nacido en brazos


Era un verano como tantos. Le gustaba andar descalza por la casa grande y casi vacía de Mar del Plata, perfecta para ella y su compañero desde hacía 27 años.
Era una tarde fresca y nublada, ninguna opción parecía mejor que una siesta. María se recostó en la cama matrimonial sobre una pila de almohadones y se entretenía con una revista de chismes cuando escuchó un ronquido extraño en el hombre que dormía a su lado. Desde algún rincón oscuro de su cerebro supo lo que debía hacer. Los golpes en el pecho, la respiración boca a boca. Las maniobras justas en el momento justo que le devolvieron la vida a quien iría a vivirla sin ella.